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"Lo único que estaba mal en mi, era la creencia de que había algo mal en mi" -Glennon Doyle-

Ser niño en los 70’s u 80’s era toda una aventura… teníamos mucha libertad para hacer muchas cosas como estar en la calle jugando con los amigos o ir a la tienda desde muy pequeños sin correr prácticamente ningún riesgo. 

 

Yo recuerdo que iba a la papelería que estaba algo retirada de casa y después de comprar lo que necesitaba para mi tarea, me pasaba al parque y me hacía mensa ahí un rato… a veces me subía al columpio, otras veces me sentaba nada más a ver la tarde, pero los mejores momentos para mi eran en la temporada de lluvias, cuando había charcos por todos lados o aún mejor, cuando empezaba a llover y me mojaba. Regresaba empapada a casa, feliz y con la compra escurriendo.

 

Solo hubo un incidente cerca de casa de mi abuela, donde me trataron de robar un dije, pero no pasó a mayores, porque el ladrón fue bastante tonto y lo descubrimos. Me regresó mi dije y se fue. Nosotros corrimos a casa de mi abuela y ahí acabó el asunto.

 

Lo que no estaba tan bueno de vivir la infancia en esa épocas es que estaba PROHIBIDO cuestionar a los mayores. 

 

Lo que hacían los padres o los adultos no podía ser sometido a ningún tipo de refutación y si te atrevías, lo que obtenías iba de una mirada de pistola hasta una reprimenda física.

 

La autoridad de cualquier persona “mayor” era incuestionable; eso incluía a veces a hermanos mayores o primos, y por lo tanto, los adultos también tenían mucha presión: Tenían que ser “perfectos”.

 

Muchas personas contemporáneas (es decir, quienes rondan entre los 40 y 55 años actualmente) fuimos testigos de historia en casa o cercanas donde había padres ausentes, violentos, alcohólicos o desconectados totalmente, que tenían que fingir que eran perfectos padres y perfectos humanos, no importaba si se estaban cayendo a pedazos.

 

Las madres tenían que ser amas de casa impecables, pocas de ellas trabajaban y tenían que tener casas perfectas y niños siempre correctos. La realidad es que a nadie le importaba cómo se sentían o cuántos malabares tenían que hacer para mantener esa imagen. Eso era lo que se esperaba de ellas.

 

El hecho de tener que cumplir con estos estándares y que no hubiera cuestionamientos era una combinación mortal. Porque no solo estaba prohibido que los hijos cuestionáramos, tampoco ellos mismos podían cuestionar su posición social o sus roles como padres. Podría ser que odiaran estar casados, pero “eso era lo que estaba bien” y los adultos se quedaban en relaciones sin amor por toda la vida porque no podían salirse de ellas.

 

Este es un ejemplo nada más, pero demuestra claramente cómo era esa sociedad que apenas se está abriendo poco a poco a nuevas formas de vida. 

 

De hecho, gracias a movimientos sociales en la década de los ochenta y principios de los noventa, es que hoy los adultos tenemos más oportunidad de buscar nuevas alternativas de vida. A partir de eventos como la caída del muro de Berlín, la movida española, la crisis del SIDA y todo lo que trajeron los alocados ochentas es que empezamos a ver al mundo de otra forma.

 

¿Si todas estas estructuras caían porque habían sido construidas sobre bases no tan sólidas, por qué los matrimonio no podrían desbaratarse si no tenían bases? ¿Si los gobernantes estaban cayendo por sus errores, porque los padres no podrían también equivocarse?

 

Quizás no te des cuenta, pero muchas de las cosas que pasan en el mundo a nivel macro, van afectando las estructuras de las familias y si bien, de repente pareciera que es un caos, en realidad se trata de la maravillosa oportunidad que nos da la vida para evolucionar.

 

Hoy en día, quienes somos padres y que vivimos con estos padres tan estructurados y atrapados en la idea de ser perfectos, tenemos la oportunidad de reclamar espacios para nuestra “imperfección” y para nosotros mismos.

 

La paternidad y la maternidad ahora tienen chance de decir: “Espera un momento, me he equivocado y necesito rectificar”, “Necesito un tiempo para mi” o bien “Necesito dar marcha atrás en algunas decisiones que he tomado”. Es una gran bendición porque al hacerlo, empezamos a darle la oportunidad a nuestros hijos de estar más en contacto con su propio ser, con su esencia y con sus necesidades espirituales.

 

Esta oportunidad de reclamar nuestra individualidad y desechar aquellos moldes perfectos con que vivieron nuestros padres como si fueran grilletes atados a sus tobillos, es la señal de que estamos evolucionando como seres humanos.

 

¿Te imaginas qué bendición hubiera sido que muchos padres de los que vimos en nuestra infancia hubieran sido capaces de tomarse un tiempo para reconstruir sus vidas? Bueno, pues hoy en día nosotros tenemos esa oportunidad y debemos aprovecharla en nuestro beneficio y en el de nuestros hijos.

 

Así que si te equivocas como madre o como padre, relájate no se acaba el mundo, asume tu responsabilidad y enséñale a tus hijos que pueden sobreponerse a sus errores con el ejemplo. Levántate, sacúdete la pena y la culpa y sigue adelante; eso les servirá más que tratar de ser siempre perfecta.



 

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